Muerte

Para todos los que están plenamente convencidos de que la entidad humana no está constituida principalmente por el cuerpo físico, y que éste no es más que una simple envoltura pasajera del hombre eterno, o sea de la individualidad, la muerte no existe, es un sueño; es la mayor de las ilusiones de la tierra, porque no es otra cosa que un mero cambio de estado en las condiciones de la vida perenne e incesante, un cambio de existencia que da al hombre una liberación expansiva, puesto que, con el abandono y desintegración del cuerpo físico, se libra de la más pesada de las cadenas que le esclavizan. Lo que llamamos “muerte” es un nacimiento a otra vida superior, más amplia; un retorno a la verdadera patria del alma, tras un breve destierro en la tierra. El paso al fin, desde la prisión del cuerpo, a la libertad expansiva de lo alto. La muerte, en fin, es el tránsito de la vida objetiva, material, a la vida subjetiva, esto es, a la verdadera vida consciente del alma. Nada, pues, más ilógico, más absurdo, que ese aparato fúnebre, tétrico, con que se suele revestir la muerte en nuestros tiempos excesivamente materialistas.